Cuando una persona común se encuentra con dificultades, la mente tiende a hundirse en ellas; se identifica con la experiencia, la vuelve algo personal, y entonces surgen todo tipo de pensamientos y emociones a raíz de esa situación. Quizás no sea algo que realmente merezcamos experimentar, pero en lugar de aceptarlo, solemos decepcionarnos y esperar que algún día solo nos encontremos con experiencias agradables.
Un practicante del Dhamma, en cambio, se entrena para recibir el cambio y los desafíos propios de vivir en el Saṃsāra. Ni siquiera el Buddha podía evadir las experiencias naturales del cambio y la desintegración, de la enfermedad, la vejez y la muerte. También debía lidiar con críticas, con personas que lo insultaban o que no respetaban a su comunidad.
Pero los practicantes del Dhamma utilizan estas experiencias ordinarias para desarrollar aún más el desapasionamiento, el desencanto y el desapego hacia ellas.
La riqueza, la fama, el placer y el halago siempre conllevan a sus opuestos. Nunca podemos experimentar una cosa sin la otra. Cuando las cosas buenas suceden, no nos comportamos con necedad ni quedamos disociados en el disfrute, aferrados con ganas de más, porque conocemos su naturaleza y sabemos que eso es imposible. En lugar de dejarnos arrastrar por ellas, conducimos la mente a un nivel más elevado, desarrollando disciplina, sabiduría y compasión.
De esta forma, cuando somos capaces de reconocer la verdadera naturaleza de estas experiencias, cultivamos la capacidad de trascenderlas. No las negamos ni rechazamos, tampoco intentamos crear un mundo idealista. El mundo es lo que es, y nadie ha podido cambiarlo a su propio antojo. Entonces, en lugar de intentar que todo sea mejor constantemente, nos volvemos mejores seres humanos nosotros mismos.
Si del mundo solo arrebatamos lo cómodo y agradable, nos volvemos personas posesivas, presumidas y arrogantes. En cambio, mientras más crezca nuestro discernimiento hacia la comprensión y la compasión, mayor será nuestra ecuanimidad y nuestra capacidad de adaptarnos a la realidad tal como es.
Así, cada dificultad que encontramos puede convertirse en una oportunidad para cultivar la mente y el corazón. No buscamos que la vida deje de presentarnos retos, sino aprender a atravesarlos con mayor sabiduría, ecuanimidad y compasión. En ese proceso, dejamos de medir la vida por lo que nos ofrece y comenzamos a valorarla por lo que somos capaces de desarrollar dentro de nosotros mismos.