El pensamiento armonioso forma parte del Óctuple Noble Sendero enseñado por el Buddha. Suele ser una de las principales puertas de entrada a sus enseñanzas, ya que está orientado al cultivo de una perspectiva beneficiosa que sirva como base para el desarrollo de cualidades y estados mentales hábiles.
La forma más práctica de comenzar en el buddhismo es mediante la reflexión y la contemplación de sus enseñanzas fundamentales. Pero no se trata de un mero paso intelectual: es la base de la comprensión, y lo que impulsa el desarrollo de los demás factores hacia el despertar.
La reflexión consiste en el conjunto de pensamientos sobre un determinado tema. Su fruto es el desarrollo de una perspectiva armoniosa, una forma de ver las cosas que condiciona la manera en que sentimos y nos relacionamos con nosotros mismos y con el mundo.
Por ejemplo, si alguien piensa reiteradamente que los deseos sensuales son fuente de felicidad, generará la percepción de que estos deseos pueden proporcionarle ese estado, y terminará dirigiendo todas sus acciones a satisfacer esa tendencia mental. Pero esto agita la mente, la perturba y la aleja de su estado natural de tranquilidad.
Cuando el Buddha se sentó a meditar, una de las primeras cosas que observó fue la naturaleza fluctuante de los pensamientos. Reconoció que algunos conducían a la agitación mental, mientras que otros llevaban a la calma. No los clasificaba como buenos o malos en sí mismos, sino según el impacto que tenían sobre la mente.
Por eso, una de las puertas de entrada al buddhismo es la reflexión sobre las Cuatro Nobles Verdades. Esta contemplación nos ayuda a alejarnos de la agitación mental y a reconocer las características naturales de la realidad:
impermanencia,
insatisfacción
y ausencia de existencia inherente (no-yo o impersonalidad).
El sufrimiento surge porque percibimos lo impermanente como permanente, lo insatisfactorio como fuente de felicidad, y lo que no es nuestro como algo propio.
Reconocer estas características en nuestra propia experiencia es comenzar a ver las cosas como son. No se trata de una visión pesimista de la vida, sino de una realidad inseparable de la experiencia:
- Alejarnos de lo placentero porque es impermanente nos genera sufrimiento.
- Estar en un estado constante de insatisfacción nos genera sufrimiento.
- Tomar las experiencias de forma personal también nos genera sufrimiento.
Este fue el primer gran paso en la vida del Buddha, cuando aún era un príncipe. A pesar de gozar de todos los placeres, lujos y comodidades materiales, se dio cuenta de que nada de eso era suficiente. Nunca estaba verdaderamente satisfecho.
Nos enseñaron a buscar la felicidad en la excitación de los sentidos, pero como estos cambian constantemente, no están bajo control y no son realmente nuestros, esa supuesta felicidad se desvanece como una burbuja en el aire.
Esta contemplación surgió de manera gradual y natural en él. No fue un ejercicio sistematizado como lo practicamos hoy, sino una observación directa de su propia experiencia.
Sin embargo, si se hubiese quedado únicamente en estos pensamientos, nunca habría despertado. Se habría limitado a una vida condicionada por los sentidos, como la mayoría de los seres sintientes que se conforman con la idea de que el placer y el displacer son simplemente parte de la vida.
Y es cierto… pero también es posible trascender ese ciclo.
Aunque insuficiente por sí solo, este fue el primer paso del pensamiento armonioso.ioso que lo llevó a desarrollar una serie de cualidades mentales necesarias para el despertar.

DESAPASIONAMIENTO
Al darse cuenta de que la mayoría de los seres corren detrás de aquello que está en decadencia y que conduce a la enfermedad y la muerte, apegándose a ello y tomándolo como propio, observó que no solo les producía sufrimiento, sino que además los llevaba a pelearse y a hacer sufrir a los demás.
El desapasionamiento se cultiva mediante la contemplación de las limitaciones, los peligros y la confusión que genera el aferramiento a los placeres sensoriales. A mí me gusta usar la analogía del niño: cuando éramos pequeños y deseábamos un juguete nuevo, todos nuestros deseos se inclinaban a tenerlo. Podíamos quedarnos horas mirándolo detrás de una vidriera con la esperanza de conseguirlo, perdíamos interés por los otros juguetes que teníamos a disposición, y hasta éramos capaces de llorar o hacer berrinches si no lo obteníamos. Pero un día llegaba el regalo, y era ese juguete tan anhelado. Nos desbordaba el éxtasis porque, al fin, era nuestro. La emoción parecía total; lo considerábamos tan propio que, al comienzo, no queríamos compartirlo con nadie más.
¿Cuánto duraba esa agitación? ¿Unas semanas, unos meses, unos años? ¿Cuánto tiempo pasaba hasta que la mente era captada por otro juguete, más brillante, más emocionante, con funciones nuevas que no conocíamos? A partir de ahí, el juguete anterior ya no era tan divertido. Podíamos hasta compartirlo con más facilidad, porque ahora la mente estaba atrapada en otro objeto.
Con el paso del tiempo, no nos volvimos muy distintos. El apego sensorial solo cambió de objetos: dejaron de ser los juguetes y empezaron a ser las personas, el dinero, la pareja, los viajes, el deporte…
METTĀ
La diferencia entre ese desapasionamiento y el que cultivamos aquí radica en que no estamos reemplazando un objeto por otro para correr nuevamente detrás de él, sino que el desapasionamiento de todos los objetos sensoriales genera un cambio de paradigma. Rompe la cadena de: deseo, impulso, logro, recompensa, desapasionamiento. En lugar de reemplazarlo con algo más llamativo, establecemos una nueva dirección que contempla no solo nuestro bienestar, sino también el de los demás.
Porque este mismo patrón es el fruto de todas las guerras, de toda la discordia e infelicidad en el mundo. Todos los seres están envueltos en el mismo ciclo mental. Al romper ese ciclo, nuestras mentes se vuelven más puras y tranquilas, más beneficiosas para el mundo y para los demás. Llevamos una vida con mayor significado, donde el foco ya no está en saciar nuestros deseos egocéntricos, sino en vivir con sabiduría y compasión.
Esta bondad surge de manera limitada porque aún somos influenciados por nuestra identificación personal. Pero el Buddha se dio cuenta de que todos los seres estaban sujetos al sufrimiento. No es que unos fueran felices y otros no: todos compartían el mismo patrón. Ante eso, su bondad era universal, no selectiva.
FELICIDAD
El desapasionamiento, fruto de dejar ir los deseos sensoriales y de empezar a interesarse por el sufrimiento de los demás, fue lo que lo llevó a salir de su palacio y entrenarse en el camino espiritual. Esa búsqueda se transformó en una felicidad que no se caracterizaba por la agitación de los sentidos, sino por la liberación del egoísmo y las aflicciones mentales.
Toda aflicción es fruto de la pasión por los sentidos y la falta de mettā. Esta felicidad es un conjunto de cualidades: contentamiento, presencia plena, calma mental, distanciamiento de los objetos sensoriales… y, a medida que esto ocurre, florece la tranquilidad en su estado más puro y profundo, porque no depende de lo que pasa en el mundo, sino que es fruto de la liberación mental.
TRANQUILIDAD
La tranquilidad se vuelve imperturbable cuando la mente deja de correr de un objeto a otro, cuando ya no se ve envuelta en estados emocionales que la llevan al apego, la aversión y la confusión. Pensar y reflexionar sobre esta posibilidad, aunque aún no la hayamos experimentado plenamente, aporta cierto contentamiento, entusiasmo y un propósito mayor a nuestra vida que simplemente subsistir y correr por el mundo.
INTROSPECCIÓN
De esta manera, el Buddha se sentó a meditar y su comprensión de la realidad se hizo aún más profunda. Observó que incluso en la mente no había nada a lo que aferrarse o tomar como propio. Contempló los cinco agregados y comprendió que cuerpo y mente son condicionados, impermanentes y carentes de existencia propia.
No era una cuestión limitada a la materia y a los sentidos, sino a todo fenómeno de la existencia.
El aferramiento y la aversión pueden surgir incluso en estados meditativos avanzados. Incluso los estados más gozosos, fruto de la reclusión y la calma mental, pueden volverse objetos de apego. Así que no bastaba con no aferrarse a los deseos sensoriales: también había que abandonar el apego a los estados y las construcciones mentales.
El despertar es la liberación de todas las aflicciones, de todo el apego, la aversión y la confusión.
Reflexionando sobre cada uno de estos pasos, comenzamos el proceso de transformación de la mente: un cambio completo en la forma de encarar nuestras vidas y de relacionarnos con el mundo.