Seguramente todos nos adentramos en las enseñanzas con finalidades diferentes. Algunos lo hacen para afrontar mejor los desafíos de la vida cotidiana, otros para comprender más a fondo su naturaleza o trabajar en algún aspecto puntual, y quienes están más comprometidos con el Dhamma quizás ya hayan establecido una determinación más directa respecto al despertar y la trascendencia del sufrimiento.
Sea cual sea nuestro interés en las enseñanzas del Buddha, siempre se requiere algún grado de renuncia. No en el sentido físico de abandonarlo todo para ir a un monasterio, sino en un sentido interno: renunciar al sufrimiento y a sus causas.
La motivación y el progreso en el camino espiritual dependen de un conjunto de cualidades que trabajan de manera interdependiente. La motivación no surge espontáneamente. Aunque algunas personas sientan una afinidad natural al escuchar las enseñanzas o ver la imagen del Buddha, esto no basta para hacer frente a los obstáculos del camino.
Incluso si solo queremos tomar del buddhismo lo que nos agrada y resulta útil, esto es imposible sin disposición a ceder y renunciar. Purificar la mente implica soltar lo que nos daña y perturba. Por muchas virtudes que cultivemos, por muchas horas que practiquemos el amor bondadoso o respetemos los preceptos, si seguimos alimentando puntos de vista erróneos y justificando comportamientos dañinos, lo que nutrimos por un lado lo contaminamos por el otro.
Si nuestra meta en el buddhismo es meramente temporal, si solo buscamos una vida más serena, podremos perfeccionar la conducta, meditar y relacionarnos mejor con el entorno. Pero llegará un momento en que descubriremos que una cosa lleva inevitablemente a la otra, y que es imposible integrar la armonía sin un compromiso más profundo. Esto se debe a que las aflicciones de la mente echan raíces hondas y no son fáciles de erradicar.
La renuncia establece un propósito superior que nos mantiene firmes en el camino y nos permite afrontar las dificultades con mayor entereza. Al comienzo, se nutre de la reflexión sobre las enseñanzas y, luego, de la experiencia directa. Cuando reconocemos por nosotros mismos los peligros de los placeres sensuales, del apego, la aversión y la confusión; cuando vemos con claridad la presencia de Dukkha (insatisfacción) en los distintos aspectos de la vida, se vuelve evidente la importancia de trabajar con la mente y trascender el sufrimiento.
A veces el proceso es complejo, porque no siempre contamos con las condiciones apropiadas para purificar la mente. Nuestro aprendizaje se da en medio de desafíos constantes y esto puede producir dudas, desánimo o incluso distanciamiento del camino. Sin embargo, al contemplar la práctica de otros discípulos, de nuestros amigos espirituales, e incluso del mismo Buddha, podemos tomar fuerza y reavivar nuestra determinación: “Liberarnos del sufrimiento es posible. Abandonar el apego, la aversión y la confusión es posible.” Si esta labor no se realiza, cualquier otra meta en la vida se verá afectada por esas mismas aflicciones.
La renuncia se alimenta de cada acción consciente alineada con este propósito: cada acto de bondad, cada acercamiento a las enseñanzas, cada práctica meditativa, cada gesto de compasión hacia los demás. Todo ello cultiva una mente más despierta y debilita las aflicciones.
Vista desde esta perspectiva, la renuncia es mucho más que la determinación de seguir el camino o de tomar refugio en el Buddha, el Dhamma y la Saṅgha. Es una inclinación profunda, un cultivo diario, una forma de dar a nuestra vida un propósito superior. Porque, sin importar las condiciones que enfrentemos, la mente puede elevarse por encima de lo mundano y permanecer en un campo de virtud, calma y claridad.



