LA ESFERA, EL SAMSARA Y EL NIRVANA

¿Qué es realmente esta “esfera” en la que vivimos?
Vivimos inmersos en un mundo de deseos, estímulos y condiciones cambiantes que rara vez cuestionamos. Pero ¿y si nuestra experiencia estuviera contenida dentro de una esfera más amplia, impulsada por el apego y el aferramiento?


Me gustaría que por un instante imagines una esfera transparente frente a ti. Esta esfera se llama Kamadhātu (Esfera del deseo). Dentro contiene todo lo que conocemos: su mundo con su infinidad de condiciones, sus climas, su diversidad de paisajes, la vasta cantidad de seres sensibles y elementos naturales. Ahí dentro estamos nosotros, una condición más dentro de una esfera que no está limitada solo por lo material o tangible. En absoluto.

Se la denomina “esfera del deseo” por su cualidad predominante: lo que mueve esta esfera es el apego a los deseos sensoriales. No contiene únicamente al planeta Tierra tal como lo conocemos; existen diferentes estados de experiencia que también se manifiestan en relación con el aferramiento.

Lo particular de esta esfera es que está en constante cambio. Nada existe por sí solo: todo es condicionado. Para que los seres existan, deben darse ciertas condiciones; para que el mundo exista, también. Es un océano inconmensurable de procesos que surgen y cesan.

Nuestra percepción es bastante limitada en este aspecto. Solo podemos percibir lo que los sentidos nos permiten, y esto genera una tendencia a encerrarnos en nuestra propia experiencia del mundo. Solo conocemos lo que vemos, oímos, tocamos, saboreamos, olemos y pensamos. Cuanto más hundidos estamos en esta experiencia, más atrapada queda la vida humana en ella.

Aunque la esfera es una sola, nosotros comenzamos a discernir y a dividir lo que hay en ella. Comenzamos a reconocer que el mundo es un lugar profundamente confuso: puede deleitarnos con paisajes hermosos y, al mismo tiempo, esa misma naturaleza puede acabar con nuestra vida en un instante. El problema es que creemos poder separar las cosas en otra esfera, dejando a un lado solo lo lindo y beneficioso para nosotros, y del otro todo lo malo y desagradable. Pero como no se trata solo de un aspecto sensorial y material, el ser humano ni siquiera logra ponerse de acuerdo en ello, y esto desencadena un sinfín de sufrimientos innecesarios: hambre, guerras, contaminación, enfermedades físicas y mentales, etc.

Como creemos que esto es todo lo que existe, y nuestra idea de existencia gira en torno al apego por los sentidos, tratamos de reducir la insatisfacción al mínimo y disfrutar lo más posible. Entramos en un ciclo constante que no solo es incapaz de alejarnos del sufrimiento condicionado para siempre, sino que incluso hace que el constante deleite en lo placentero se vuelva imposible de satisfacer. Corremos como un hámster en una rueda, con un bocadillo delante.

El Buddha se dio cuenta de que esto no tenía demasiado sentido. A pesar de tenerlo todo —de ser un príncipe heredero destinado a gobernar y conquistar—, ni los placeres más exquisitos podían aplacar su insatisfacción. Si el mundo no podía ofrecer una respuesta a una problemática existencial tan profunda, solo quedaba probar otra dirección. Así fue como se apartó de la agitación de los sentidos para sumergirse en el sendero de la introspección.

Descubrió en ese proceso que la esfera del deseo no era la única. Había otras formas de experiencia mucho más refinadas, superiores a cualquier sensación sensorial. Pero aun allí prevalecían aflicciones y contaminaciones. Estaban la esfera de la forma (Rūpadhātu) y la de la no-forma (Arūpadhātu), que también contenían diferentes planos y manifestaciones. La mente tenía una capacidad realmente profunda para trascender el cuerpo y la materia, y aun así, terminar retornando tarde o temprano a un estado de insatisfacción.

No solo comprendió la vasta amplitud de esferas y formas de experiencia, sino que se dio cuenta de que todas ellas compartían un patrón en común: dependían de causas y condiciones, eran impermanentes y, por lo tanto, no conducían al cese del sufrimiento.

Podía contemplar cómo los seres humanos, movidos por sus apegos y obsesiones, daban continuidad a ese ciclo infinito de insatisfacción. Las condiciones de vida humana terminaban y generaban nuevas condiciones de existencia en otro plano o esfera. A eso lo llamó saṁsāra: el ciclo continuo de nacimiento, muerte y devenir.

Parecía un panorama desalentador, pero esta comprensión abrió la puerta a una experiencia mucho más profunda: el desapego debía realizarse en toda su amplitud. Comprendiendo el surgir y el cesar de todas las condiciones del saṁsāra, dejó de perseguirlas, dejó de estar influenciado por ellas. Aun cuando seguía viviendo en la esfera del deseo, entre seres ordinarios llenos de codicia y apego, abandonó todas las aflicciones, soltó la sed por el devenir, y realizó el Nibbāna.

El Nibbāna no era una nueva esfera en la cual morar, ni un lugar más agradable y superior a los demás. No era una condición más entre muchas. No era un estado de existencia ni de experiencia, sino la extinción completa del sufrimiento y del devenir.

Torpemente lo llamamos “el final”, lo llamamos “extinción”, intentando acercarnos a su significado. Pero no se trata del aniquilamiento de alguien que existió y dejó de existir. El apego es lo que lleva a existir y a dejar de existir. El abandono de tales aflicciones ya no puede ser concebido como parte del surgimiento y el cese. Por eso el Nibbāna solo puede entenderse en términos de lo incondicionado y del no-surgimiento dentro de las esferas de experiencia. No podemos hablar de él en términos de “lo que es”, porque está libre de causas y condiciones. No podemos hablar de nacimiento o muerte. Por eso se habla de liberación.

A pesar de haber realizado algo tan profundo, libre de aflicciones y sin egoísmo alguno, el Buddha enseñó el Dhamma para que otros también podamos purificar nuestras mentes y liberarnos, como él lo hizo.

Con este mapa —con esta base aún precaria intelectualmente para nosotros— es como comenzamos nuestro viaje: comprendiendo el mundo sin hundirnos en él, soltando las cadenas del apego, la aversión y la confusión para realizar el Nibbāna.


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